El monasterio de Santa Odilia es muy antiguo. Construido en lo más alto de un risco, sus muros se arriman a un precipicio con esa tranquilidad de espíritu que da el saberse desde siempre del bando vencedor. Los años han sentado bien al edificio, que alberga un buen restaurante y un hotel que atrae a turistas de toda Alsacia. Si un monasterio es un lugar retirado, la biblioteca de un monasterio lo es aún más. Es, pues, lógico suponer que la biblioteca de un monasterio durante la noche sea el lugar más solitario de la Tierra. El padre Dosnius compartía la misma opinión y por eso frunció el ceño cuando vio cómo un pequeño agujero atravesaba de parte a parte la puerta que guardaba la entrada a la biblioteca. Se agachó, miró a través del orificio, hizo girar su dedo meñique en el diminuto hueco que se abría paso en la madera, y mandó cambiar la cerradura. Apenas llevaba un mes como abad y nada sospechaba, pero su celo profesional detuvo un tiempo el desarrollo de nuestra historia. Ignoraba que el año anterior alguien había sustraído dieciséis libros –entre ellos, dos valiosos incunables– de aquella sala.
Pasó un mes y nuestro buen abad observó algunos huecos sombreando las ordenadas filas de libros, como soldados que deciden desertar de un desfile inminente. Renovó todas los cierres de esa ala del edificio, pero otros cien libros decidieron ausentarse de sus estantes pocos días después. Añadió una plancha metálica a la puerta de la biblioteca, hizo sellar las ventanas que iluminaban la sala, espió tras las columnas del claustro las idas y venidas de los trabajadores que se afanaban por los pasillos del monasterio. Todo fue inútil. Había semanas en las que apenas echaba en falta un libro, tal vez dos; otras veces veía con horror cómo estanterías enteras pasaban a mejor vida. La hermosa biblioteca adelgazaba a ojos vista, grandes calvas clareaban en los armarios. Los libros desaparecían, se evaporaban, volvían al vacío imaginario del que una vez fueron expulsados. Unos meses más, y la gran biblioteca abacial moriría por consunción. Desesperado, hizo firmar una declaración de inocencia a las cuatro monjas y tres curas con los que convivía. Para entonces todos los trabajadores del hotel se vigilaban cautelosos, intentando adivinar una mirada culpable o un gesto delator en el vecino. Incluso circuló el rumor de que el propio Dosnius era el ladrón. Mientras, el abad paseaba entre los armarios como un general derrotado camina por un campo de batalla. Ya casi no se atrevía a pisar los pasillos saqueados, temiendo que
él estuviera al acecho en la sombra, de caza, oculto en la oscuridad de un anaquel, saboreando por adelantado la captura de una nueva pieza. Ese día vio una rosa de plástico trabada en el familiar agujero de la puerta, una burla color fucsia a todos sus esfuerzos, y decidió llamar a la policía.
monasterio de Santa Odilia
Los agentes se mezclaron de incógnito con los huéspedes que cada día abandonaban el hotel, pero sin éxito. Un policía mas novelero que el resto comenzó a golpear las paredes de la biblioteca buscando un sonido a hueco. Encontró unas argollas en lo más bajo de un armario, tiró de ellas y el fondo del mueble giró, revelando una habitación secreta desconocida por todos. Al otro lado descubrieron unas bolsas de basura y una pila de libros aguardando el regreso de su nuevo amo. Decidieron tenderle una trampa. La cámara de un circuito cerrado de televisión puso rostro al hombre que introducía varios libros en una maleta unos días después. Fueron a por él la noche del diecinueve de mayo de 2002, domingo de Pentecostés. Mil trescientos libros en perfecto estado de revista cubrían las paredes de su pequeño apartamento de Illkirch-Graffenstaden, en las afueras de Estrasburgo. En el interrogatorio que siguió, Stanislas Gosse se confesó bilbliómano sin remedio, aficionado a los latines y a contemplar bajo la cambiante luz de una vela la superficie pulida de una vitela o de un pergamino. Cometió los primeros robos haciéndose con un manojo de llaves del hotel, pero cuando el padre Dosnius cambió la cerradura, nuestro hombre conoció por un tratado histórico la existencia de un antigua entrada secreta a aquella biblioteca que le estaba vedada. De noche escalaba con ayuda de una cuerda los muros de la abadía para acceder a un antiguo pasillo olvidado que conducía a la cámara secreta. Un pequeño empujón le permitía voltear el fondo del armario para entrar en la biblioteca. Allí pasaba largas horas alumbrado por la luz de un candil, hojeando, gozando dolorosamente con la duda de cuál tesoro debía llevarse como botín. Muchas veces cargó con demasiado peso porque le parecía una descortesía imperdonable despreciar un viejo cantoral o un Cicerón encuadernado en tafilete. De vuelta a casa los limpiaba y restauraba, había veces que conversaba con ellos mientras imaginaba cómo alojar debidamente a sus nuevos huéspedes, con quién debía emparejarlos en la estantería y qué luz les resultaría más favorecedora en el inicio de sus nueva vidas.
Preguntaron al reo si tenía algo que alegar. El bibliófilo se incorporó muy despacio y comenzó su discurso en un murmullo,
“Creo que mi pasión me confundió… Sé que parezco egoísta, pero me dolía que los libros estuvieran abandonados.” –entonces tembló su barbilla, el tono de su voz se elevó, y paseó como un faro una mirada circular por todo el tribunal, mitad desafío, mitad disculpa –
“¡Estaban cubiertos de polvo y excrementos de paloma! Sentí que ya nadie volvería a consultarlos… nunca más…” Le condenaron, claro. No hay jurisprudencia en asuntos de amor.
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